por Juan Manuel de Prada
Suele decirse que Jesús hablaba en parábolas para que la gente sencilla (y aquí el epíteto `sencilla´ sería un eufemismo de `iletrada´ o `ignorante´) lo entendiese. Y algo de cierto hay en ello: podría haber elegido abstrusos conceptos teológicos, pero prefirió hablar de granos de mostaza y de vírgenes necias, prefirió exponer sus predicaciones mediante historias de apariencia fabulística. Pero un análisis serio de las parábolas evangélicas nos demuestra que, más allá de su aparente sencillez, están llenas de comparaciones poéticas e imágenes de hondo lirismo; también, por cierto, de paradojas que no parecen las más apropiadas para un auditorio analfabeto: un padre que premia al hijo manirroto y lastima en su orgullo al abnegado; un siervo fraudulento que es puesto como ejemplo de santidad; un pastor que abandona su rebaño para rescatar a una oveja descarriada… Son narraciones que desafían nuestra capacidad de comprensión; y, en algunas de ellas, la conducta de los protagonistas, analizada desde una perspectiva meramente lógica, podría suscitar en nosotros ciertas reticencias.