Esteban Lisa, un insigne pintor que nunca vendió un cuadro

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Su obra se inició en los años 20 y se prolongó, en diversas etapas, durante al menos medio siglo. Aunque casi siempre trabajó sobre cartón y papel de pequeño formato, sus óleos de los años 40 se desarrollan paralelamente al movimiento abstracto internacional del «tachismo» y del «informalismo» de posguerra. A pesar de su extensa obra, jamás expuso en público y nunca vendió un solo cuatro. En Buenos Aires fundó la Escuela de Arte Moderno «Las Cuatro Dimensiones».

En 1981 visitó Cardiel de los Montes, porque él siempre deseó reencontrarse con sus orígenes. Falleció dos años después de su vuelta a Buenos Aires, en 1983. Poco después de su muerte, en 1984, tres discípulos suyos formaron la Fundación Esteban Lisa, cuya labor fundamental es fomentar la educación estética del hombre, aspecto este que constituyó el eje de la vida de este artista toledano.

Esteban Lisa: una reflexión.

Mario H. Gradowczyk

Mario H. Gradowczyk is an independent art historian and curator who has written numerous works on Rio de la Plata Modernism including studies of the artists Torres-Garcia, and Alejandro Xul Solar.

Los elogiosos comentarios de la prensa española sobre la primera exposición individual del artista argentino Esteban Lisa (Toledo, 1895 – Buenos Aires, 1983)1 sugieren las siguientes reflexiones. ¿Existiría lugar en la historia del arte para un corpus de obra que se exhibe casi medio siglo después de haber sido creado? ¿Resultaría lícito mostrar hoy la producción de un artista que sólo influenció a un reducido grupo hace más de cuarenta años, que también circulaba por una cornisa, apartado del circuito de galerías y ausente de los salones?

La historia del arte no ha resultado ajena a situaciones similares. La aplicación estricta del paradigma del reloj, que sostiene una jerarquía cronológica para analizar la obra de arte y su significancia histórica, no siempre ha resultado infalible. Y si no, ¿cómo se podría explicar, por un lado, el cambio en la posición de la crítica hacia Vermeer (1632-1675), que recién sería «redescubierto» a fines del siglo XIX, y el relegamiento de artistas muy populares hasta hace poco, por el otro?

Lisa se había automarginado del mundo del arte argentino y no participó de exhibiciones colectivas o individuales. Fundada ya su Escuela de Arte Moderno2, en pleno auge del movimiento abstracto argentino e internacional, el artista incluyó dos reproducciones de sus Juegos con líneas y colores y uno de sus dibujos en su pequeño libro Kant, Einstein y Picasso.3 Ésta fue la única excepción a una regla que Lisa aplicó con rigurosidad admirable. A partir de ese momento insistiría en proyectarse al mundo sólo como filósofo y pensador.

César Paternosto, un destacado artista argentino, discutía la justificación de la puesta en valor de la obra de Esteban Lisa, lamentando su aislamiento, dándole luego la bienvenida al acervo estético de su país.4 Una actitud reflexiva como la suya, según Paternosto, le hubiera resultado muy útil a los jóvenes artistas argentinos de las generaciones del ’40 y del ’50, que carecieron de figuras conductoras y de referencias directas a los creadores de la abstracción. Las tuvieron que buscar afuera. Muchos de ellos encontraron respuestas en la pureza de Mondrian y la rigurosidad geométrica de Vantongerloo, otros se inspiraron en la capacidad simbólica del primer Kandinsky, el «brutalismo» de Dubuffet y la fuerza expresiva del grupo COBRA.

Por cierto, en el Río de la Plata se contaba con la energía desbordante de Torres-García (1874-1949). Esta actitud confundiría a aquellos que lo tomaron literalmente. También para esa época Juan del Prete se había reincorporado a la corriente abstracta, pero carecía de una base filosófica que alimentara su indiscutible talento y que sublimara su manierismo exhuberante. A Xul Solar (1887-1963) se lo percibía como un personaje curioso, arrinconado por su persistencia en incursionar, en esa época, en una temática hermética ligada a la astrología. Tomás Maldonado y sus compañeros de Arte Concreto-Invención, que enarbolaron las consignas de la vanguardia rioplatense en la revista Arturo, tampoco encontraron respuestas en el cubismo de otoño de Pettoruti.5 Una parte se adhirió al discurso del neoplasticismo y sus continuadores, al que le agregaron una fraseología tomada de la dialéctica marxista. Esto lo compartieron con los artistas Madí – que también participaron en Arte-Concreto-Invención – más ligados al productivismo de los constructivistas rusos.

¿Sería Lisa un hermitaño, otro «raro», como esos personajes deambulantes o escondidos en la Buenos Aires secreta, con sus mitos atrapados por los zaguanes? Pero no fue el caso. Este personaje no se escondía; circulaba asiduamente por las librerías, recorría las exposiciones, se interesaba en propagar sus ideas. Realizaba su labor docente en una modesta escuela nocturna para adultos, desinteresado de su proyección personal. Lisa fue más que un profesor: su objetivo no fue el de formar artistas, sino seres pensantes. Utilizó una metodología original, en la cual valoraba el manejo del dibujo y de la pintura tanto como la filosofía, la poética y la ética. A su alrededor se había formado un círculo de entusiastas decididos a compartir sus enseñanzas, a quienes el maestro alentaba sin retaceos. Organizó exposiciones de sus alumnos, dictó conferencias, pero él, como artista, se había autoexcluido.

La gestación de una obra de estas características constituiría un caso singular en la historia del modernismo. Con la tenacidad feroz de su estirpe castellana, Lisa prefirió conservar su pureza hasta las últimas consecuencias. Optó por un recogimiento activo, centrando sus esfuerzos en la formación de un pequeño cenáculo, volcándose a su labor educativa sintetizado por el epitafio de Kant: «Dentro de mi la ley moral, fuera de mí, el cielo estrellado».6

¿Cómo justificar el aislamiento de Lisa y su negativa por ampliar su campo de acción? Quizá el canibalismo ideológico que caracterizaba la cultura argentina desde el ’30 hasta el inicio de la década del ’80 se lo habría impedido, habida cuenta de su empleo de bibliotecario del correo estatal y los riegos que comportaría una exteriorización de su posición estética.7 Pero, por más que estas razones tuvieran algún peso, existirían otras más profundas, ligadas a su posición ética y a su convencimiento de que aún no había logrado su cometido.

En su intimidad pintaba casi a diario sobre soportes modestos, que conservó con cuidado. Era éste su modo de orar o meditar. Consciente de las dificultades y peligros del proyectarse hacia el mundo exterior, Lisa no abandonaría la esperanza de que su obra pedagógica y pictórica trascendiera después de su muerte. En esto se asemejó a Xul Solar. Los trabajos de Lisa forman parte de un proceso dinámico, como si se tratara de «works in progress», de una búsqueda permanente, proceso que sólo cobraría sentido con su última pintura.

Un primer análisis de los trabajos de Lisa nos revela a un artista que ha construido – en un lugar secreto – una saga que resume las luchas de artistas abstractos como Otto Freundlich, Nicolás de Staël, Arthur Dove, Serge Poliakoff, los artistas del grupo COBRA y los cultores norteamericanos del pattern painting de la década del ’70. Su obra fue realizada en consonancia – e incluso se adelantaría – a la marcha del reloj canónico que ha registrado el desarrollo de la abstracción. Esto lo convierte en uno de los pioneros de la no-figuración latinoamericana.

Su trayectoria se inició con una visión metafísica de la realidad, el aprendizaje cubista, la abstracción con sentido constructivo de la que sólo se conservan algunas pinturas y dibujos realizados en la década del ’30. A esto le seguió, entre 1935 y 1940, un intento de articulación bidimensional con formas geométricas, dinamizadas por un rítmico y expresivo juego de texturas, realzadas por un colorido que – según Paternosto – posee connotaciones rioplatenses. Insatisfecho, en una búsqueda frenética por trasladar al plano una gestualidad que no se conformaba con la poética de largas pinceladas y bruscas acumulaciones de materia, Lisa destruía lo ya alcanzado. Así, introdujo líneas, marcas, rayas, punteadas: son formas-signo ejecutadas entre 1941 y 1943.

Pero ese anticipo del pattern painting no será suficiente para Lisa. Ansiando trascender la limitación de lo bidimensional, abandona, hacia 1945, el hedonismo de una factura jugosa y experimentará con un óleo muy diluido sobre soportes de deshecho. Por estos bruscos cambios Edward Sullivan lo identifica como «un artista-camaleón. Justo cuando pensamos que comprendemos su obra, él introduce cambios o transformaciones desconcertantes».8 Este proceso lo condujo – a partir de 1953 – a una articulación rítmica con formas abiertas y cerradas, líneas, manchas y elementos que provienen, en ocasiones, de formas naturales. Lisa utilizó un colorido más estridente, una materia rica y empastada por sectores, que le confiere contenido cósmico a sus trabajos: son sus Juegos con líneas y colores. Finalmente, en sus pinturas fechadas entre 1960 y 1977, el artista redujo la intensidad colorística y energética a un juego de tonalidades más sutiles con la incorporación del blanco, mientras que en el campo pictórico aparecen leves estallidos de un color que, en las palabras de Paulo Herkenhoff, «abandonaba su cuerpo».

Intentemos ahora explicar el por qué de la fascinación provocada por sus pinturas a partir de las exhibiciones iniciadas en 1997, o sea, a más de tres décadas del ?n del modernismo como proceso histórico. No resultaría casual que la proyección alcanzada por la obra de Lisa en tan corto lapso se produzca con el fin del ideologismo, el elemento más perturbador de la cultura argentina, en un país que hoy se abre al mundo. Utilizemos la teoría del espacio imaginario de Dee Reynolds9, que analiza la interacción que se establece entre dos variables: el medio pictórico y la actividad imaginativa del receptor. En otras palabras, esta teoría explica cómo el observador absorbe el contenido transmitido por las pinturas.

La obra de arte, según Lisa, es sinónimo de energía: se trata de la conjunción de materia y movimiento incorporada a su trabajo. Es por esto que se sugiere agregar a la teoría de Reynolds dos variables más: al aura de la pintura (la presencia oculta del artista)10 y el tiempo, que mide la evolución del proceso. El espacio imaginario de cuatro dimensiones – articulado por la obra, la imaginación del contemplador, la presencia de su creador y el tiempo – no representa una extensión del espacio donde habita el receptor, sino que expresa un mundo imaginativo y sensorial en el que la fuerza expresiva del medio, con sus líneas, texturas, formas y colores, prevalece sobre el sujeto del cuadro.

El medio pictórico es el «objeto» que interactúa directamente con la imaginación del receptor. La imaginación responde a un modo de aprehensión sensorial, pero en una forma que sobrepasa el conocimiento empírico del observador. Una imagen es sólo «imaginaria» si se niega a sí misma excediendo su propio poder de representación, sugiriendo más de lo que pueda explicar o hacer visible. Esto es lo que Klee definía como el poder del arte de hacer visible lo invisible. Según sus palabras: «Lo visible es siempre meramente una parte aislada en relación con la totalidad del mundo». La totalidad es invisible, pero resulta visible a través del arte, porque «el arte no reproduce lo visible, lo hace visible».

Veamos cómo se ha llegado a este reconocimiento en la historia del arte. Fue Baudelaire quien propuso «que un cuadro es una máquina donde todos los misterios son inteligibles para un ojo ejercitado»11, para expresar luego que existe en la pintura de Delacroix una manera de mirar y pensar el cuadro como un juego puro de colores. En las palabras del poeta:

«En primer lugar se debería señalar, y esto es muy importante, que visto a una distancia demasiado grande como para analizar o comprender el sujeto, un cuadro de Delacroix ya ha producido en el alma una impresión rica, feliz o melancólica. Diríamos que esa pintura, como los magos y los magnetizadores, proyecta su pensamiento a la distancia… Parece que ese color, que se me perdone esos subterfugios del lenguaje para expresar ideas muy complejas, piensa en sí mismo, independientemente de los objetos que viste.»

Este primer reconocimiento del papel del medio como creador de contenidos independientes del sujeto representado fue retomado por los artistas simbolistas. Según Odilon Redon, las signi?caciones que despierten esas líneas (medio pictórico) serán mayores o menores según sea la sensibilidad del espectador y su aptitud imaginativa. Y fue a partir del simbolismo que aparece la abstracción como una manera renovada de expresar contenidos trascendentes, esa «necesidad interna» a la que se referirá Kandinsky.

Las obras revelan sus contenidos, con sus implicancias históricas, sociales y estéticas, dentro de ese espacio imaginario, donde rige un código que sólo a veces se puede decodifcar.

«Es necesario que exista un terreno que sea común al artista y al profano, un punto de encuentro respecto del cual el artista deje fatalmente de aparecer como un caso al margen».

Es con estos términos que Paul Klee planteara la necesidad de disponer de un espacio evocador, donde el poder simbólico de la pintura se revierta sobre el receptor y lo estimule a compartir sus vibraciones.

Cuando el contemplador logra penetrar en ese espacio las cosas cambian: la textura y los colores producen una sensación de gozo; el cuadro exhala un sentimiento de belleza, equilibrio y bienestar. Si se alcanza esa vibración, los elementos de la composición se integran en un hecho inefable y su lectura se convierte en un acto revelacional: adquiere el carácter de una experiencia mística. Entonces el balance entre lo puramente visual y lo espiritual tenderá hacia la unidad. Y esta consideración es invariante respecto de cualquiera que sea la estructura formal del cuadro, es válida tanto para un Kandinsky como para un Jackson Pollock, para un Mondrian como para un Torres-García.

La incorporación de la figura del receptor ideal, que sólo está motivado por la pintura sin atender a los condicionantes históricos (temporales) de la misma (los orígenes del artista, sus antecedentes, su fortuna crítica, sus textos, etc.) resulta clave. Esta falta de conocimiento previo de la obra y sus antecedentes hace que los receptores ideales se confronten con el medio pictórico sin preconceptos, con la libertad con que reaccionan los niños, aunque reconozcamos que el carácter de estos receptores está ligado a las circunstancias que dieron lugar a la creación de la obra de arte y sus propios condicionantes culturales. Esas manchas de colores, esas líneas creadoras de ritmos y de mitos conforman un espacio imaginario ideal, inédito. En dicho espacio ideal -que responde con un tiempo cero a partir del cual se inicia el proceso de contemplación de la obra- están ausentes el orgullo del coleccionista, la vanidad del artista y su fortuna crítica; sólo está presente esa capacidad que tiene el objeto descubierto de entrar en resonancia con el sistema perceptivo del receptor.

«El contenido de la pintura no consiste en significados descifrables, sino que son producidos por la experiencia del espectador cuando la mira».12 Es durante el acto de mirar que las pinturas despiertan elementos infantiles, fantasías, experiencias espirituales y la hacen visible. Dentro de este proceso perceptivo la economicidad de la obra de Lisa atrapa al contemplador. Así las describe el artista abstracto belga Yves Zurstrassen:

«Estas imágenes enigmáticas nos interrogan, nos provocan, nos atraen hacia su universo espacial, el misterio de la vida, de su vida. La obra de Esteban Lisa es un juego extremadamente sutil, que se eleva como música, sin perder jamás su intensidad».13

Por su parte Juan Manuel Bonet se refiere a esas pinturas en estos términos:

«Una de las claves de que estos cuadros de formato tan pequeño posean tal capacidad de irradiación, como si de imanes para la vista se tratara, radica a mi modo de ver precisamente en esa factura».14

Lisa había encontrado el tamaño exacto para construir su imaginería de manchas, formas, líneas, superficies lisas y rugosas. Sería quizá por eso que en el corto tiempo desde que se muestra su producción, un importante número de coleccionistas, críticos y gustadores -receptores ideales – se haya acercado a esas obras totalmente desconocidas. Es dentro de ese espacio imaginario donde se ha producido esa rara vibración que confirma, por vía experimental, la eficacia plástica y contemporaneidad del mensaje estético y ético de este artista.

Esteban Lisa pospuso la concresión de ese imaginario de contemplación y reflexión. De esta manera renunció a posibles halagos, premios o medallas. También evitaría ser atacado por la crítica, como le sucedió a Juan del Prete, a su regreso de París.15 Pero hay más. La saga de los primeros abstractos: Kandinsky, Kupka, Mondrian y Malevich nos muestra cómo individuos aislados se habían propuesto construir un mundo imaginario, de trascendencia espiritual. Esos artistas se apoyaron en una autocrítica profunda. Su búsqueda por encontrar una verdad absoluta se podría reducir a creación, meditación, invención. La primera mostró la voluntad de llevar a la práctica ideas y conceptos; la segunda los condujo a la elaboración de un sistema reflexivo que le otorgaría un marco teórico a esa voluntad; en la tercera concurren las otras dos. Lisa se autoexcluyó para que el resultante de esta tríada fuera lo absolutamente puro, ajeno a toda contingencia.

Gracias a las exposiciones realizadas en Madrid, Buenos Aires, Rosario, París y Montevideo, ha quedado instaurado un espacio donde sus pinturas pueden ser contempladas y a través de las cuales el artista nos interroga. Los receptores están dando su veredicto, la estrategia de Lisa ha tenido sentido

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