EMILIO ALONSO
REPORTAJE: Beatificación de víctimas de la Guerra Civil – Religiosos en los altares… y en el olvido
Salvados por el sargento Bala
Un fraile de 91 años cuenta cómo le salvó «un miliciano bravucón»
CECILIA FLETA – Mohernando (Guadalajara) – 27/10/2007
Benedicto XVI preside mañana en el Vaticano la beatificación de 498 víctimas de la guerra civil desatada en 1936 tras un golpe militar que la jerarquía católica apoyó y bendijo como cruzada cristiana desde el principio. En el conflicto, de espantosa violencia en los dos bandos en que el golpe dividió España, murieron unas 150.000 personas, entre ellas decenas de miles de políticos y cargos públicos. Casi 7.000 eran eclesiásticos de distinto nivel, una treintena asesinados por las tropas de Franco. En la ceremonia de mañana participarán 71 obispos españoles, que sólo consideran mártires a los muertos en el bando golpista. Con esta beatificación masiva, la Conferencia Episcopal intenta revitalizar ante el orbe católico la imagen de una iglesia nacional en crisis. La normativa impuesta por Benedicto XVI hace dos años contempla que las beatificaciones se sustancien en cada diócesis -un beato es sólo modelo de una iglesia local, sólo los santos lo son de la Iglesia universal-. El Papa subraya con la masiva excepción el respaldo a sus prelados en España, enfrentados severamente con el Gobierno socialista incluso a causa de la ley de la memoria histórica.
Si no llega a ser por un «miliciano bravucón» que se hacía llamar sargento Bala, los salesianos del noviciado de Mohernando (Guadalajara) que van a ser beatificados mañana no hubiesen sido nueve sino 90. Emilio Alonso, salesiano, que tiene hoy 91 años y una memoria envidiable, recuerda cómo el sargento Bala les salvó la vida.
«Nos enorgullecíamos de dar la vida por Dios», dice Emilio Alonso, salesiano
Si no llega a ser por un «miliciano bravucón» que se hacía llamar sargento Bala, los salesianos del noviciado de Mohernando (Guadalajara) que van a ser beatificados mañana no hubiesen sido nueve sino 90. Emilio Alonso, salesiano, que tiene hoy 91 años y una memoria envidiable, recuerda cómo el sargento Bala les salvó la vida: «Cuando vinieron a buscarnos, el sargento se encontró de frente con Felipe Alcántara, responsable provincial de los salesianos, que había sido su profesor en Mataró».
El rosario de asaltos al noviciado, donde residían y estudiaban 90 salesianos, comenzó poco después del golpe militar encabezado el 18 de julio de 1936 por el general Francisco Franco. Guadalajara había permanecido fiel al Gobierno y cinco días después del comienzo de la Guerra Civil, unos milicianos se presentaron a media tarde en el noviciado con la excusa de buscar armas. Después de tener a los residentes tres horas con las manos en alto, tomaron en botín dos escopetas del guarda de la finca y «se fueron sin hacer daño a nadie ni obligarnos a blasfemar», recuerda el fraile. Esa misma tarde, los religiosos decidieron quitarse las sotanas, por precaución.
Dos días más tarde llegaron milicianos del mismo pueblo de Mohernando, a 18 kilómetros de Guadalajara, a echar del noviciado a sus moradores. Tres días estuvieron 60 de ellos vagando a orillas del río Henares.
Cuando se acabó la comida, unos combatientes republicanos que los conocían accedieron a llevarlos al Gobierno Civil de Guadalajara. Allí les custodiaron unas milicianas. «Fue la primera vez que vi mujeres con pantalones», recuerda el entonces fraile veinteañero. En el Gobierno Civil les enviaron de vuelta a la casa, pero esa vez como prisioneros porque no quedaba lugar en la cárcel. En el camino de vuelta perdieron, fusilado, al primer compañero, Andrés Jiménez, un novicio de 32 años al que le descubrieron un crucifijo que él se negó a tirar.
Pasaron unos días y fue entonces cuando apareció el sargento Bala con sus milicianos. Al reconocer a su viejo maestro, Bala no pudo negarse a hacerle un favor: Alcántara lo convenció para que los llevara a Madrid, donde esperaban salvarse de los continuos asaltos al noviciado. «Entre bravuconadas del estilo: ¡les vamos a matar a todos!, para no levantar sospechas entre sus compañeros», Bala vino por ellos y los llevó a Madrid, como había prometido.
Pero un día antes de que el sargento llegase a buscarlos se presentaron tres o cuatro milicianos con una lista de seis quintos de 21 años: Florencio Rodríguez Güemes, Luis Martínez Alvarellos, Juan Larragueta Garay, Pascual de Castro Herrera, Heliodoro Ramos García y Esteban Vázquez Alonso.
Era el 2 de agosto. Se les acusaba de no haberse presentado a filas, de modo que los llevaron a la cárcel de Guadalajara acompañados por el director del noviciado, Miguel Lasaga Carazo, que no quiso dejarlos ir solos. Tras cuatro meses en prisión, fueron fusilados el 6 de diciembre de 1936 junto a otras 300 personas.
Las beatificaciones de mañana incluyen también a 63 agustinos de la provincia de Madrid -53 de El Escorial y 10 de la capital- asesinados el 28 y el 30 de noviembre de 1936. De ellos, 10 eran menores de edad.
A los 112 agustinos que residían en El Escorial les anunciaron el 5 de agosto que al día siguiente saldrían para Madrid. Convencidos de que en Madrid quedarían en libertad, se repartió dinero a los frailes: 25 pesetas a los estudiantes y algo más a los mayores.
Se equivocaban. Un día más tarde estaban en la cárcel de San Antón, antiguo colegio de los escolapios reconvertido, donde permanecieron casi cuatro meses.
A los más jóvenes, explica el vicepostulador del proceso de beatificación, Modesto González Velasco, les encerraban en una habitación para renegar y les obligaban a blasfemar apuntándoles en el pecho con una pistola. «¡Blasfema o te cortamos las orejas!», les gritaban, y les golpeaban los dedos de los pies con la culata del fusil.
Les obligaban a decir «lo más soez que se pueda imaginar», asegura el agustino, de 79 años, estudioso de la historia de los agustinos que lleva 20 años trabajando en los procesos de beatificación.
La llamada de madrugada para el fusilamiento, que se hacía evidente por la prohibición de llevar enseres personales y por el atado de manos a la espalda, era asumida con resignación y hasta alegría por los agustinos. Al ser condenado a muerte, Juan Monedero Fernández, profesor del monasterio, «recibió la sentencia con alegría, considerando el martirio una buena noticia», según la biografía publicada por la Conferencia Episcopal Española. Máximo Valle García «se distinguió entre sus compañeros por sus deseos de ser mártir», señala el libro sobre este estudiante, que murió sin cumplir los 21 años.
El 28 de noviembre de 1936 se llevaron en camión a 12 agustinos para matarlos en Paracuellos de Jarama. El 30 les siguieron otros 51. El conductor del camión relató que durante el viaje iban cantando. Nunca había visto prisioneros con semejante paz y tranquilidad al enfrentarse a los fusiles que los encañonaban, relata la biografía oficial.
El salesiano Emilio Alonso, que ha vuelto a residir en Mohernando, dice que se salvó por no tener aún los 21. Pero que habría ido «encantado al suplicio». «Estábamos mentalizados para el martirio y nos enorgullecíamos de dar la vida por Dios si hacía falta. Envidio a los mártires y siento orgullo por ellos». Del sargento Bala nunca más oyó hablar. «Me hubiese gustado volver a verle, porque nos salvó la vida», dice.